La muerte puede estallar en fuegos de colores

La muerte puede estallar en fuegos de colores

Por Iván Zgaib

1.

Vero habla de la muerte mientras se ríe con dulzura. Una briza de viento le mueve apenas los rulos castaños y deja al descubierto una sonrisa que se proyecta desde su rostro hacia afuera. Me dice: “porque viste que yo me voy a morir acá, en el Chaltén”. La última vez que Vero visitó este pueblo fue en el 2000, cuando tenía 27 años, y juró que iba a volver a formar una familia; viviría acá hasta morirse. La promesa que nunca cumplió se convierte ahora en su proyecto de fotos: una vida alternativa de lo que nunca fue, de lo que podría ser, de las personas de la comunidad que hoy serían sus vecinos, sus amigos o algún amante. “Una vez le pedí a un amigo que viniera al Chaltén a tirar mis cenizas cuando muriera”, me cuenta Vero. Entonces uno de los registros fotográficos de su proyecto es ese momento: el del gran final, cuando sus últimos restos sobrevuelen el cielo montañoso del Chaltén, en alguna versión de su vida paralela. Y cuando eso suceda, las cenizas van a alzarse sobre el pueblo hasta convertirse en destellos de colores. “Como le pasó a un monje budista”, dice ella. Y sigue sonriendo.

2.

Un zapatero se quedó con las ollas de dos europeos que nunca volvieron. La última vez que se los vio con vida estaban subiendo al cerro Fitz Roy y desde entonces pasaron unos días hasta que alguien encontró sus cuerpos. A Vero le dijeron que eso pasa muy seguido: arriba, en los cerros, los andinistas muertos son casi parte de la geografía. Se quedan ahí, a mitad de sus caminos, congelados por las tormentas que los convierten en hombres de nieve. La montaña los perpetúa entre sus fauces, como si les rindiera tributo por dedicar sus vidas al andinismo.

Desde el vivero municipal, Laura se encarga de cuidar las plantas y nos comenta que la muerte en el Chaltén es una posibilidad siempre latente. La vemos arrastrar una manguera color fucsia entre las verduras, sin ningún gesto de molestia por la temperatura que se cocina en su invernadero. El calor se siente espeso, y hacia el fondo hay un barril que desprende un aroma a lavanda tan fuerte que parece embriagarnos. “Hay gente que pregunta cómo se llega en auto hasta la Vuelta al Hielo y eso es una expedición”, dice Laura con su tono de voz duro, “hay andinistas que vienen a hacerlo con preparación, no es una atracción turística como cualquier otra. Yo sé que desde afuera parecen trágicos los accidentes, pero éste es un lugar extremo”.

Laura se aleja hacia la otra punta del vivero y saca una bolsita de su mochila. Extiende la mano y se la muestra a Vero: en el paquete hay un polvo de color violeta que extrajo de los minerales de una montaña. “No sé si esto te servirá para la foto”, dice Laura. Vero observa el contenido y le propone que la acompañe al cerro a extraer polvos de otros colores. Después de mañana, cuando las dos emprendan esta excursión, Vero va a fabricar las cenizas de su propia muerte. Con su cámara va a registrar el último momento de su otra vida posible; va ocurrir en el cielo, entre los picos nevados del Chaltén. Y va a ser de muchos colores.

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